domingo, 19 de octubre de 2008

Ausencia

Ausencia


Había repetido el anuncio
en un tono de discreción
casi impersonal,
como quien esperase muy poco de ello...

(Henry James)



A menudo me ha impresionado ese misterio profundo. Pero no basta con decir que sea profundo para contentarse con ello. El misterio se ubica donde la mirada, de una sola vez y para siempre, quisiera abarcar la belleza inigualable contenida en el encanto íntimo y, del mismo modo singular, de aquello que se me presenta ante los ojos.
La misma “visión de la noche a través de las ventanas” no se cansa y, desea además, perderse en infinitas imágenes que penetran en mi alma y, de donde nace la apertura del cor hacia lo divino. Aquello que solamente puede ser atrapado en un cuadro, cuando el artista se contenta con preparar el modelo de la composición. Entonces puede comprender esa chispa de la creación, del mismo modo que un científico ve al Creador, en la admirable pequeñez de la muestra que está bajo el microscopio. He pasado a las “ciencias duras”.
A partir de apreciar lo inmediato y, de desmembrarlo en partes y, estas partes en partículas minúsculas; es que se descompone la esencia misma de la naturaleza, contrariamente al proceso de licuefacción.
Como “el varón de mirada penetrante” podría llegar hasta la raíz hundida de los árboles, las pequeñas flores de los arbustos o de las plantas silvestres. Contemplar- y de eso se trata- los dibujos de una rama, cual si una escritura extrañamente intencionada hubiese fijado allí algún mensaje enigmático. O si no, preguntarme con la inquietud propia de la curiosidad, qué es aquello de forma rara, que antes no había advertido y, que no sé cómo llamar; y por eso, por no saber su nombre, simplemente no digo nada y me quedo extasiada. Inclinarme sobre una hoja seca; que fuera en otro lugar y tiempo, tierno y verde parte de este bosque- donde gusto el pasar las horas sentada a reflexionar con el libro de Hoffnann- traída esta misma por el viento que no tiene dirección ni curso evidente. Del mismo modo, cual un modalista, observar y penetrar con una intensa fijación de la vista; cual si pudiera rasgar el aire como lo hacen los rayos del sol esplendente, el abismal espacio del cielo. Estirar la mano invisible del alma y, probar la textura finísima de su celeste admirable; donde las aves me deleitan con su vuelo. Y paradójica y finalmente, en el exordio de aquello palpable, escuchar en el oído el sonido de un insecto. Ahí me he sentido halagada de poder apreciar la grácil figura de una colorida mariposa, que describe su danza a través de curvas, que ningún geómetra podría tal vez calcular o trazar sobre el papel. De la misma manera quiero creer que podría ser posible albergar palabras de inmensa grandeza sobre este fenómeno de la naturaleza que se revela ante mis ojos cristalinos. Infinitas distancias hablan por sí mismas de un tiempo inmemorial.
Así pasaba las tardes del principio de otoño, como si estuviese sumergida en una ligera ensoñación, como en estado de vigilia del soliloquio del “sprit de finesse”.
El lugar de mi recreo espiritual no distaba mucho de la amplia casa estilo suizo- mi humilde morada- por lo que no me cansaban las caminatas, donde tenía que atravesar el camino de polvo de ladrillo, hasta el ciprés añoso. Y fue entonces que un día, al volver, me encontré con un joven bebiendo de la fuente plateada. De cabello rubio como el oro y corto, sus ojos eran de un verde esmeralda, que le daban un brillo particular, y por ende, le otorgaban una mirada aguda; como si pudiera captar aquello que pasa desapercibido, cual un Samurai atrapa un pañuelo de seda en el aire; una barbita candado bien recortada, que le daba realce al contorno de su rostro. Vestía de negro, calzado con botas de cuero y sobre sus hombros un manto púrpura. Me sonrió al verme y su sonrisa me pareció de una gran espontaneidad.
-¡Hola!- me dijo.
-Buenas tardes- le contesté.
-¿Cuál es tu nombre?- me interrogó.
-¿Nos conocemos de antes?- dije en tono alto, pero luego pensé que no perdía nada si simplemente me presentase. -Mi nombre es Elizabeth-.
Él se quedó de pie, observándome. Luego abrió la boca como para decir algo, pero sólo suspiró un “¡Ah!”, y volvió a sonreír.
Me sentí un poco turbada. –No eres de por aquí, porque no te había visto antes-.
-Vivo ceca. Del otro lado de la campiña Azul-.
-Puede ser, pero no es tan cerca- y abrí mi cesta de flores para sacar una manzana romey. -¿Quieres?-
-Por favor- me respondió. -¡Gracias!-. Y estiró el brazo para tomar la fruta. Pero no la mordió siquiera. Se quedó escudriñándola con sus pequeñas manos blancas y su cabeza reclinada hacia el costado izquierdo. –Es curioso que así haya comenzado todo...
Mi confusión iba en aumento. Junté los talones en seco y repliqué con firmeza –No entiendo de cual comienzo me...
-Es muy sencillo- me interrumpió – el hecho que una mujer le ofreciera el manjar prohibido al primer hombre. Madame Norah Caubet asegura que fue un limón, pero da igual, porque así entraron todas nuestras desgracias...
Comprendí que se refería al relato veterotestamentario del Génesis: Adán y Eva tentados por la serpiente. Pero mi manzana estaba en el comedor de diario de mi casa y había sido comprada en el mercado de la comarca, por lo cual no veía motivos para entablar una discusión teológica, ya que mis intenciones eran buenas al darle algo de mis cosas. Mi madre y yo íbamos todas las mañanas a oír la misa que celebraba el Padre Maurizio Ratzinger y, muchas veces, tocaba este tema del primer pecado en sus homilías. Así es que conocía con los ojos del alma ese relato alegórico, iluminada por la prédica de mi querido Capellán. Mi abuela Stella Marie lo tenía señalado con una estampa de San José de brillantes colores en su voluminosa Biblia de hojas finas de borde dorado. Guardé silencio por unos prolongados segundos y me llevé la mano al pecho. El muchacho retomó su discurso: -La manzana no tiene nada que ver. Todo lo que hay en este mundo carece de sentido. Se ha perdido el norte y el rumbo; el motivo y la meta. “El mundo con todas sus delectaciones” que nombra Agustín de Hipona; que estragaba el alma de Juan de la Cruz; la identificación del hombre con el abandono de Jesús en la Cruz y su extrema soledad; las noches del sentido y del Espíritu; los altos grados de oración incesante con sólo desear la Vita Beata... no obstante estas cosas, Elizabeth, es que tenemos que sufrir. Verás, me han pasado muchas cosas malas por las que he sufrido, y que ya no quisiera recordar. Estoy desencantado con la vida-.
-A mí también me suceden cosas no tan buenas- repliqué –pero eso no me desanima. Personalmente creo que la vida es hermosa-.
-También lo creo. Pero detrás de la belleza se oculta el dolor y la desazón. Me tengo que ir- hizo una pausa –te veré mañana cuando vuelvas al bosque- y se alejó dejándome conturbada.
“El encuentro con alguien que no sé su nombre me dejó doblemente sorprendida”, escribí en mi diario esa misma noche. “Por un lado sus palabras resuenan muy fuertemente en mi interior y, por otra parte, me sentí como observada...espiada. ¿Cómo sabía que volvería al ciprés mañana? ¡Oh extraña creatura! ¿Acaso te volveré a ver?” Y así fue.
En la hora de la siesta del día siguiente, el muchachito vino caminando por el sendero menor, hasta donde estaba yo sentada, en mi lugar habitual. Conversamos. Conversamos mucho sobre el hálito del bosque, los pájaros con sus deslumbrantes colores, las piedrezuelas que bordean el camino hacia el parque más elevado, las hebras de los arreboles, y las constelaciones que forman las estrellas.
El resto del otoño mis jornadas comenzaron a transcurrir con aquellas pinceladas de alegres charlas de media tarde, interminables. Encontré un buen interlocutor en él. Era muy accesible y vivaz. Muy sensible porque por momentos traía a la memoria algo de sus padecimientos interiores. Yo trataba de consolarlo con palabras de aliento. Palabras al viento. “No sé si le sirve mi postura positiva de la vida”, escribí una noche en particular: “Confieso que estoy sintiendo algo por él; por quien no conozco su nombre, pero que me abrió su corazoncito”.
Una tarde de viento gélido me dijo: -tus cabellos resplandecen como las azucenas-. Me reí con ganas. Luego noté que se sentía avergonzado. Hablaba poco y me miraba seriamente. De tanto en tanto parecía distraerse con algún pensamiento que lo transportaba muy lejos. Y dejó de venir.
Simplemente no se presentó más, y su ausencia fue notable muy hondamente en mi corazón. Muchos días hubieron de transcurrir de larga e inútil espera; al cabo de los cuales las lágrimas comenzaron a surcar mis pómulos. No podía concebir su actitud. Lo había amado en silencio. Anhelaba que me confesara lo que él sentía por mí, si era algo al menos. Pero eso nunca llegó. Tal vez fue una ilusión ingenua de mi parte. Ya no fui al bosque. Me sentía muy triste.

*

El invierno fue muy riguroso. Me consolaba sentarme junto al fuego del hogar y recordar la dulce voz de mi amante platónico y, recrear en mi memoria la hermosura de su rostro; que precedía a ese momento de incomprensión de lo más originario. En mi diario íntimo, marcada la página con un pétalo de rosa color té que me había regalado, dejé consignado: “Ya no estás junto a mí. No conozco tu nombre. Tan solamente me queda el vacío de tu ausencia”.



Muriel von Magnus*

1 comentario:

Ariel von Kleist dijo...

Queridos lectores: Tengo el agrado de poder compartir con ustedes este cuento que fue comenzado como una reflexión, muchos años atrás; y que, a partir de "ensamblar" varios relatos, tiene esta forma, por ahora casi definitiva. Considero que nada es para siempre, salvo Dios. Muchas gracias. Ariel.