domingo, 28 de junio de 2009

Magia Negra


El Conjuro

por Ariel van Ruysbroeck

(refundición del 16 de mayo de 2009)
(corrección de estilo del 28 de junio de 2009)


“De pronto escucha pasos sigilosos que se aproximan. Una sombra se agiganta en el espejo frente a sus ojos. Una mano se tiende hacia ella. El horror la paraliza”. La mano chasquea los dedos y una llama de fuego se enciende sobre la palma de la sombra.
“Has llamado a la reina de las tinieblas”, dice con voz gruesa.
“¡Oh Êvelin!”
“¿Qué se te ofrece? ¿Por qué me has invocado, Porcia?”
“¿Cómo sabe mi nombre?”
“¡Yo lo sé todo!” Y ríe con estridencia. “Y yo sé también lo que quieres”.

Êvelin era una bruja maligna. Había sido parida en una noche de terror. Su rostro era pálido como el de un fantasma, pero tenía una belleza seductora. Vestía una toga morada y tenía el cabello recogido.
Porcia la mira a través del espejo y no se anima a enfrentarla cara a cara.
“¡No tengo toda la noche!” dice imperativamente ,“pídeme tu deseo y yo te complaceré”.
“Quiero que...” se le quiebra la voz ,“quiero que te lleves a mi hijo a tu castillo en los Cárpatos. Unos sicarios del rey pretenden matarlo, porque tiene la marca del sello en su mano derecha. Por favor... tan sólo hasta que muera el rey”.
“¡Ah me lo figuraba! ¿Y qué se supone que deba yo hacer con el pequeño?”

“Enséñale tus artes mágicas”. Porcia toma coraje inusitado y se da vuelta a mirarla de frente. “Pero si llego a enterarme que a la criatura le tocas un solo pelo, te juro, como que me llamo Porcia, que te buscaré hasta el mismísimo fin del mundo, y te arrancaré los ojos con mis propias manos”.
“Muy romántico”, le contesta con tono irónico.“¡Hágase!”, y pronuncia las palabras mágicas: “Sikala kala... kala, skú”.
Se abre un vórtice en la pared del fondo, bajo un retrato del rey, vestido de militar sobre un corcel negro. La reina Êvelin va hacia la cuna, decidida. Toma al bebé en sus brazos y dice: “Hermoso niño. Tiene los ojos de su padre”.
Y con voz más gutural “Yo, la reina Êvelin te concedo tu deseo. Pero a cambio te quedarás muda para siempre: Ajh mabajh talajh skú”.
Porcia comienza a toser. Y se lleva ambas manos a la garganta. Se revuelca por el suelo, mientras que la bruja se retira por el boquete arremolinado del muro. No puede pronunciar palabra alguna.
La pared se reconstruye sola. Un rayo surca el cielo cargado de nubes. Comienza a llover en esa noche fatigosa. Y el espejo se parte en mil pedazos.

FIN

Dado en Florida Este, el 3 de mayo de 2009.


Nota: a este texto le faltaría el comienzo. Pero no obstante, debe caer en el más absoluto olvido. Le dejo al lector el beneficio de la duda.

viernes, 26 de junio de 2009

Estación Terminal

( por Ariel Kierkegaard)


“Zulema corría por los andenes de la Estación, sin notar que el tren ya había partido”. El Tren Bala se fue y Zulema no podía encontrar al amado de su alma. El viaje inaugural era de ida y vuelta. Por lo que a la salida de una formación le sucedía la llegada de otra. La Estación Terminal era un edificio de cristal, un edificio inteligente. Era amplia e iluminada por el sol que se filtraba a través de ventanas de vitraux estilo abstracto. Los colores se multiplicaban en la proyección del sol de mediodía. Predominaba el ámbar, el azul celeste y el amarillo.
El amado, que su corazón anhelaba, le había prometido que: “Aun- que la curiosidad atrayente de ese evento provocase un conglomerado de gente, igual iré a verte”. Zulema corría y se topaba con personas vestidas de fiesta. No oía nada. Era tal el tumulto, que no oía. Mas bien quería, deseaba verlo a él.
Una mano se posó sobre su hombro que la detuvo.
“Señora, ¿se encuentra bien?”
Zulema volvió a la realidad. Quería, necesitaba recobrar la calma.
“¿Quién es usted?” le preguntó.
“Soy del personal de seguridad del Tren Bala. ¿Busca a alguien en particular?”
“¿Cómo sabe eso?” respondió azorada.
“No es que lo sepa”, le sonrió el hombre, “el personal de La Estación Terminal del Tren Bala está preparado por cualquier contingencia... le noto muy nerviosa. ¿No quisiera pasar a la Sala de Espera para Señoras?”
“Por favor” y Zulema se fue tranquilizando.
“Es por aquí” le indicó el guarda. Y también, guiándose por los letreros en las pantallas de plasma, fue conducida al Lobby del Tren Bala.
La gente se aprestaba a tomar el próximo tren. Ya que ese día era el inaugural, y la facilidad de las velocidades lo permitían, la sincronía de los horarios admitía salidas menos espaciadas. Se sentó en un cómodo sillón de felpa rozado. Pensó: “Ricardo, ¿porqué me dejaste?” y una furtiva lágrima surcó su pómulo izquierdo.
De pronto se escuchó por el altoparlante: “Sra. Swartz, presentarse el boletería, repito; Sra. Swartz, presentarse en boletería”. Se sobresaltó. No esperaba que la nombrasen de esa manera. Y se inquietó como antes: “¡Es él, ha venido!”. Corrió hacia la boletería. Las cabinas eran herméticas. De vidrio blindado. Se sacaban los pasajes por una ranura, y se hablaba con los boleteros, a través de micrófonos incorporados bajo un pequeño ojo de buey. Uno de ellos le dijo con una voz ya deformada por la tecnología: “Sra. Swartz, pase por la puerta que está a su derecha, por favor”. Se abrió una puerta automática metalizada. Entró y vio un pequeño mostrador. Una secretaria que tecleaba una computadora le dijo: “¿Es usted Zulema Swartz?” “Así es”. Y la empleada, prolijamente uniformada de blanco, le extendió un paquete. “Hay una encomienda a su nombre”.
El siguiente Tren Bala partió velozmente. La secretaria le dijo: “Firme aquí por favor”, y le extendió un formulario. Zulema estaba tan confundida, que garabateó un gancho que nada tenía que ver con su verdadera firma. Tomó en sus manos una caja envuelta en papel ilustración con el logotipo del Tren Bala, un fabuloso tren aerodinámico en perspectiva, que parecía un misil en pleno vuelo. La abrió. Le temblaban las manos. Dentro encontró una rosa roja y una tarjetita que decía:

Mi amada:

como no pude llegar a tiempo,
te envío una flor.
Así se reunirán la rosa con La Rosa,

Ricardo.

Y Zulema lloró. Pero esta vez de alegría.

Dado en Florida Este, el 23 de junio de 2009, vísperas de
La noche de San Juan Bautista.

sábado, 20 de junio de 2009

El Psicótico



El psicótico

Por Ariel von Kleist




... el neurótico obsesivo tiene miedo
de lo que él podría llegar a hacer.
(Viktor E. Frankl)


“Cómo puedo estar diciendo esto cuando estoy” en el cuarto de contención de la clínica psiquiátrica.
“¡Yo soy inteligente!”, exclamé en el consultorio. Y a los gritos: “¡No me falta seso!”. La doctora gritaba: “¿¡Podés parar Ariel!?” , mientras que la enfermera preparaba una inyectable.
Cuando me sujetaron entre cuatro me dijeron: “vení chiquito que esto no te va a doler nada”. Y sentí que me clavaban la aguja, que parecía que me la enchufaban hasta el hueso. Apreté los dientes. Me sentaron a los empujones a una silla y me ataron con correas. Comencé a marearme. “A ver el cárdex de este muchacho”. Y le dieron una hoja del fichero. “Le vamos a hacer un ajuste del halopidol y lo mandamos al spá”, dijo la doctora con la calma ya recuperada. “Hay que avisarle a la familia que le lleven ropa, y que vengan a firmar los papeles de la internación”.
“¡No!”, grité, y me abalancé sobre la psiquiatra con silla y todo. Me caí al suelo. Y después tengo recuerdos borrosos. “A ver Silvia si sos valiente y lo levantás del piso...” fue lo último que escuché. Me dormí como un elefante. Cuando desperté sentía el sonido de una sirena y mucho mareo.
Me bajaron en una camilla y me recostaron en el Office de enfermería. Un hombre de guardapolvo blanco, que tenía una serie de papeles en la mano, y los hojeaba, dijo: “mejor sáquenle las cuerdas”. Se acercó hacia mí. Las enfermeras se retiraron. Me miró, me sonrió y me preguntó: “¿Cuál es su nombre?” Y se quedó esperando una respuesta que nunca llegó. “¿Qué pasó amigo?”, dijo más conciliador. Pero hubo un silencio más prolongado. “¿No vas a hablar? ¿Te tengo que decir como a los chicos, si te comieron la lengua los ratones? Con un terrible dolor de cabeza me incorporé y le quité la lapicera de la mano. Se la clavé en la pierna, que fue el único lugar donde pude asestar el golpe, porque me volví a caer. “¡Susana, Leticia!” pegó un alarido el médico. Entraron varias personas de ambo verde, pero ya no veía nada por el dolor y el mareo. “¡Llévenlo arriba y átenlo bien fuerte!... esta fue la admisión más breve de toda mi carrera”, dijo, mientras de un tirón se quitó la punta de la lapicera. Me forzaron a atravesar pasillos y escaleras, donde pesadas rejas se cerraron tras de mí.
Pasé toda una noche lluviosa. A las seis de la mañana, me bañaron y me dieron un pan con mate cosido. “Te ganaste el premio mayor”, me dijo el enfermero de turno, y me aplicó otro inyectable. Sentí como si se me soltara la lengua.
“No sé por qué estoy acá”, hice una pausa. “Lo único es que me pelié con mi mujer y la revolié una tijera”. Respiré. “Y no sólo eso. Agarré la plancha, y se la chanté en la cara, y le dije: ¡andá a planchar mondongo!”. Y el enfermero me miró sin decir nada. Entonces volví a decir: “Si soy inteligente... ¿cómo puedo estar diciendo esto?”


FIN



Dedicado a la Dra. Alicia Pino,
en Martínez, el 11 de junio de 2009.