sábado, 20 de junio de 2009

El Psicótico



El psicótico

Por Ariel von Kleist




... el neurótico obsesivo tiene miedo
de lo que él podría llegar a hacer.
(Viktor E. Frankl)


“Cómo puedo estar diciendo esto cuando estoy” en el cuarto de contención de la clínica psiquiátrica.
“¡Yo soy inteligente!”, exclamé en el consultorio. Y a los gritos: “¡No me falta seso!”. La doctora gritaba: “¿¡Podés parar Ariel!?” , mientras que la enfermera preparaba una inyectable.
Cuando me sujetaron entre cuatro me dijeron: “vení chiquito que esto no te va a doler nada”. Y sentí que me clavaban la aguja, que parecía que me la enchufaban hasta el hueso. Apreté los dientes. Me sentaron a los empujones a una silla y me ataron con correas. Comencé a marearme. “A ver el cárdex de este muchacho”. Y le dieron una hoja del fichero. “Le vamos a hacer un ajuste del halopidol y lo mandamos al spá”, dijo la doctora con la calma ya recuperada. “Hay que avisarle a la familia que le lleven ropa, y que vengan a firmar los papeles de la internación”.
“¡No!”, grité, y me abalancé sobre la psiquiatra con silla y todo. Me caí al suelo. Y después tengo recuerdos borrosos. “A ver Silvia si sos valiente y lo levantás del piso...” fue lo último que escuché. Me dormí como un elefante. Cuando desperté sentía el sonido de una sirena y mucho mareo.
Me bajaron en una camilla y me recostaron en el Office de enfermería. Un hombre de guardapolvo blanco, que tenía una serie de papeles en la mano, y los hojeaba, dijo: “mejor sáquenle las cuerdas”. Se acercó hacia mí. Las enfermeras se retiraron. Me miró, me sonrió y me preguntó: “¿Cuál es su nombre?” Y se quedó esperando una respuesta que nunca llegó. “¿Qué pasó amigo?”, dijo más conciliador. Pero hubo un silencio más prolongado. “¿No vas a hablar? ¿Te tengo que decir como a los chicos, si te comieron la lengua los ratones? Con un terrible dolor de cabeza me incorporé y le quité la lapicera de la mano. Se la clavé en la pierna, que fue el único lugar donde pude asestar el golpe, porque me volví a caer. “¡Susana, Leticia!” pegó un alarido el médico. Entraron varias personas de ambo verde, pero ya no veía nada por el dolor y el mareo. “¡Llévenlo arriba y átenlo bien fuerte!... esta fue la admisión más breve de toda mi carrera”, dijo, mientras de un tirón se quitó la punta de la lapicera. Me forzaron a atravesar pasillos y escaleras, donde pesadas rejas se cerraron tras de mí.
Pasé toda una noche lluviosa. A las seis de la mañana, me bañaron y me dieron un pan con mate cosido. “Te ganaste el premio mayor”, me dijo el enfermero de turno, y me aplicó otro inyectable. Sentí como si se me soltara la lengua.
“No sé por qué estoy acá”, hice una pausa. “Lo único es que me pelié con mi mujer y la revolié una tijera”. Respiré. “Y no sólo eso. Agarré la plancha, y se la chanté en la cara, y le dije: ¡andá a planchar mondongo!”. Y el enfermero me miró sin decir nada. Entonces volví a decir: “Si soy inteligente... ¿cómo puedo estar diciendo esto?”


FIN



Dedicado a la Dra. Alicia Pino,
en Martínez, el 11 de junio de 2009.

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