martes, 18 de junio de 2013

La muerte de Herrera

Héctor Herrera era un hombre calvo de unos cincuenta y tres años. Era alto y corpulento y se movía con dificultad. Estaba en su casa de Adrogué viendo televisión. Era domingo y jugaba Boca que acababa de empatarle a Quilmes.
    De pronto se sintió un ruido fuerte en la cocina. Fue a ver que estaba sucediendo. Alguien había tirado una piedra que rompió el vidrio. La misma traía un papel envuelto con una bandita elástica. Era una nota que decía con letras grandes y despeolijas: "Herrera paga tu deuda". Volvió a sentarse frente al televisor, pero ya no miraba a su equipo que acababa de dar vuelta el resultado. No podía parar de pensar en la deuda contraída con un tal Federico Heredia. No podía parar de pensar que no tenía el dinero, y que gente como esa era de temer.
    Esa noche no pudo conciliar el sueño. Escuchaba llover desde su habitación. Al no dormir no tuvo problema en levantarse temprano para ir a trabajar.Cuando abrió la puerta de calle, vio un hombre parado a veinte metros. Morocho y regordete. Era Heredia en persona. Le gritó con voz estridente: "Herrera pagá tu deuda". Héctor cerró la puerta pero se quedó fuera, mirándolo fijo. Le dijo: "Jamás". A lo que el otro hombre sacó un arma, la amartilló y disparó al aire. "Herrera pagá tu deuda o te mato". A lo que Héctor le contestó: " no tenés los huevos suficientes". Esta vez le disparó en la pierna y se acercó. Héctor gritaba fuerte trnsido de dolor. Heredia no lo pensó, le dio el tiro de gracia, pegándole en la cabeza. Un trozo de masa encefálica se le adhirió a la botamanga húmeda del pantalón.
    Más tarde, cuando al criminal se lo llevaban detenido, pensó dentro del patrullero, que no había cobrado su deuda; pero que se sentía complacido por lo que él pensaba que había hecho, lo que él creía: "Justicia por mano propia". Los medios lo calificarían como: "un ajuste de cuentas".

Ariel von Kleist, xiii

Otra versión del consultorio del doctor


El consultorio del doctor

Por Ariel von Kleist

Nunca había sido de su agrado. Ese lugar espantoso, parecido a una celda, sita en la torre de un castillo embrujado. Pero no, tan solamente era el recinto de la sala de espera del médico.
    Como había quedado viuda y sin hijos hace cuarenta años,  Marta tenía aquella obra social, que le beneficiaba hasta cierto punto. El lugar estaba custodiado en la entrada del palier, por las estatuas de mármol de carrara, que ella nominó desde la primera vez que fue, con los nombres de Apolo y Palas Atenea. Esas dos esculturas, tan pulcras, le venían como anillo al dedo para bautizarlas como le plugo. Esa era la parte agradable. Pero el interior de la casa señorial, donde estaba el consultorio, le resultaba demasiado victoriana, como de un barroco excesivo.
    El doctor Martínez D´avegno era un hombre grande, tanto en edad como de cuerpo. Estaba a punto de jubilarse, pero él quería seguir trabajando; aunque más no sea atendiendo a menos pacientes, ya que su situación económica le permitía pasar a cuarteles de invierno. Había viajado por placer por  muchas partes del mundo, y siempre contaba maravillas de lo que sería vivir en Europa en cuanto a la calidad de vida. Era un hombre campechano en su manera de hablar, y se movía con una soltura inusual para su edad. Le estaba diciendo al paciente que tenía enfrente: “mire, si es virósico se trata con un antihistamínico. Pero si hay una bacteria hay que darle un antibiótico…”
    Esa tarde de marzo era particularmente extraña. Marta, sentada sobre un incómodo sillón labrado en madera de roble, tenía que sufrir ¡un calor de enero! Las persianas de las ventanas, cerradas, daban paso al aire caliente que arrojaba un ventilador de techo. Una mesita ratona, ovalada, sostenía a un halcón gris, con los ojos bien abiertos como el dos de oro. La puerta del consultorio estaba custodiada por el busto de un centurión romano gigante. Y, sobre las paredes, cuadros con monocopias de ambientes del siglo XIX. ¡Definitivamente repugnante!
    Se escuchaba la voz del médico a través de las puertas de madera caoba y vitraux. Una voz gruesa como la de un bajo barítono. Pero Marta se descompuso. No podía con su dolor y ni siquiera aguantar el calor. Le hubo parecido que pedía auxilio: “ Doctor ” , pero estaba confundida. Vio venir alguien con guardapolvo blanco. Hasta ahí era lo que recordaba de esa fatídica tarde.
    Cuando, finalmente despertó, estaba recostada en una camilla. Estaba en un quirófano. Al lado de ella estaba el doctor. El la miró impávido y le dijo: “mi jita, hoy mismo te paso a cuchillo”.