martes, 18 de junio de 2013

Otra versión del consultorio del doctor


El consultorio del doctor

Por Ariel von Kleist

Nunca había sido de su agrado. Ese lugar espantoso, parecido a una celda, sita en la torre de un castillo embrujado. Pero no, tan solamente era el recinto de la sala de espera del médico.
    Como había quedado viuda y sin hijos hace cuarenta años,  Marta tenía aquella obra social, que le beneficiaba hasta cierto punto. El lugar estaba custodiado en la entrada del palier, por las estatuas de mármol de carrara, que ella nominó desde la primera vez que fue, con los nombres de Apolo y Palas Atenea. Esas dos esculturas, tan pulcras, le venían como anillo al dedo para bautizarlas como le plugo. Esa era la parte agradable. Pero el interior de la casa señorial, donde estaba el consultorio, le resultaba demasiado victoriana, como de un barroco excesivo.
    El doctor Martínez D´avegno era un hombre grande, tanto en edad como de cuerpo. Estaba a punto de jubilarse, pero él quería seguir trabajando; aunque más no sea atendiendo a menos pacientes, ya que su situación económica le permitía pasar a cuarteles de invierno. Había viajado por placer por  muchas partes del mundo, y siempre contaba maravillas de lo que sería vivir en Europa en cuanto a la calidad de vida. Era un hombre campechano en su manera de hablar, y se movía con una soltura inusual para su edad. Le estaba diciendo al paciente que tenía enfrente: “mire, si es virósico se trata con un antihistamínico. Pero si hay una bacteria hay que darle un antibiótico…”
    Esa tarde de marzo era particularmente extraña. Marta, sentada sobre un incómodo sillón labrado en madera de roble, tenía que sufrir ¡un calor de enero! Las persianas de las ventanas, cerradas, daban paso al aire caliente que arrojaba un ventilador de techo. Una mesita ratona, ovalada, sostenía a un halcón gris, con los ojos bien abiertos como el dos de oro. La puerta del consultorio estaba custodiada por el busto de un centurión romano gigante. Y, sobre las paredes, cuadros con monocopias de ambientes del siglo XIX. ¡Definitivamente repugnante!
    Se escuchaba la voz del médico a través de las puertas de madera caoba y vitraux. Una voz gruesa como la de un bajo barítono. Pero Marta se descompuso. No podía con su dolor y ni siquiera aguantar el calor. Le hubo parecido que pedía auxilio: “ Doctor ” , pero estaba confundida. Vio venir alguien con guardapolvo blanco. Hasta ahí era lo que recordaba de esa fatídica tarde.
    Cuando, finalmente despertó, estaba recostada en una camilla. Estaba en un quirófano. Al lado de ella estaba el doctor. El la miró impávido y le dijo: “mi jita, hoy mismo te paso a cuchillo”. 

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