El
consultorio del doctor
Por Ariel von Kleist
Nunca
había sido de su agrado. Ese lugar espantoso, parecido a una celda, sita en la
torre de un castillo embrujado. Pero no, tan solamente era el recinto de la
sala de espera del médico.
Como había quedado viuda y sin hijos hace
cuarenta años, Marta tenía aquella obra
social, que le beneficiaba hasta cierto punto. El lugar estaba custodiado en la
entrada del palier, por las estatuas de mármol de carrara, que ella nominó
desde la primera vez que fue, con los nombres de Apolo y Palas Atenea. Esas dos
esculturas, tan pulcras, le venían como anillo al dedo para bautizarlas como le
plugo. Esa era la parte agradable. Pero el interior de la casa señorial, donde
estaba el consultorio, le resultaba demasiado victoriana, como de un barroco
excesivo.
El doctor Martínez D´avegno era un hombre
grande, tanto en edad como de cuerpo. Estaba a punto de jubilarse, pero él
quería seguir trabajando; aunque más no sea atendiendo a menos pacientes, ya que
su situación económica le permitía pasar a cuarteles de invierno. Había viajado
por placer por muchas partes del mundo,
y siempre contaba maravillas de lo que sería vivir en Europa en cuanto a la
calidad de vida. Era un hombre campechano en su manera de hablar, y se movía
con una soltura inusual para su edad. Le estaba diciendo al paciente que tenía
enfrente: “mire, si es virósico se trata con un antihistamínico. Pero si hay
una bacteria hay que darle un antibiótico…”
Esa tarde de marzo era particularmente
extraña. Marta, sentada sobre un incómodo sillón labrado en madera de roble,
tenía que sufrir ¡un calor de enero! Las persianas de las ventanas, cerradas,
daban paso al aire caliente que arrojaba un ventilador de techo. Una mesita
ratona, ovalada, sostenía a un halcón gris, con los ojos bien abiertos como el
dos de oro. La puerta del consultorio estaba custodiada por el busto de un
centurión romano gigante. Y, sobre las paredes, cuadros con monocopias de
ambientes del siglo XIX. ¡Definitivamente repugnante!
Se escuchaba la voz del médico a través de
las puertas de madera caoba y vitraux. Una voz gruesa como la de un bajo
barítono. Pero Marta se descompuso. No podía con su dolor y ni siquiera
aguantar el calor. Le hubo parecido que pedía auxilio: “ Doctor ” , pero estaba
confundida. Vio venir alguien con guardapolvo blanco. Hasta ahí era lo que
recordaba de esa fatídica tarde.
Cuando, finalmente despertó, estaba
recostada en una camilla. Estaba en un quirófano. Al lado de ella estaba el
doctor. El la miró impávido y le dijo: “mi jita, hoy mismo te paso a
cuchillo”.
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