Cuento
azul
Por Ariel von Kleist
A
menudo me ha impresionado ese misterio profundo. Pero no basta con decir que
sea profundo para poder contentarse con ello. El misterio se hubica donde la
mirada, de una sola vez y para siempre, quisiera abarcar la belleza inigualable
contenida en el encanto íntimo y, del mismo modo singular, de la naturaleza,
que se me presenta ante los ojos. La misma visión no se cansaba, y deseaba a su
vez, perderse en infinitas imágenes que penetraban en mi alma y de donde nacía la
apertura del corazón hacia lo divino. Aquello que solamente podría ser atrapado
en un cuadro; cuando el artista ejecutante se conforma tan sólo con preparar el
modelo de la composición. Entonces es posible comprender esa chispa de la
creación; del mismo modo que un científico puede asombrarse al ver, en la
admirable pequeñez de la muestra que está bajo el microscopio, la estructura
tan compleja de la partícula que se ha extraído para examinar e investigar.
Como si tuviese una mirada penetrante, capaz
de apreciar lo inmediato y, poder descomponerlo en partes y estas partes en
partículas aún más minúsculas; sería una
forma de descomponer la naturaleza. Contemplar los dibujos de una rama de
acacia, cual si una escritura extrañamente intencionada, hubiese cifrado allí
algún enigmático mensaje. O si no, me preguntaba con la inquietud propia de la
curiosidad; qué sería aquello de forma rara, que antes no lo había advertido y,
que como no sabría cómo nombrar, simplemente no decía nada y me quedaba
extasiada. Me inclinaba sobre una hoja seca de abedul, que fuera en otro lugar
y tiempo, tierna y verde parte de este bosque donde gustaba de pasar las horas
de la tarde, sentada a reflexionar de la mano de un libro de Hoffman, traída
esta misma hoja por el viento, que no tenía dirección ni curso evidente. De la
misma forma, observaba y penetraba con una intensa fijación de la vista, cual
si pudiese rasgar el aire como lo hacían los rayos del sol esplendente de
octubre, el abismal espacio del cielo. Estiraba la mano invisible del espíritu,
y probaba la textura finísima de su celeste admirable; donde las aves me
deleitaban con su vuelo. Y, paradójicamente, en el incordio de aquello
palpable, escuchaba en el oído el sonido aturdidor de un insecto. Así es como
un día me he sentido halagada de poder apreciar la grácil figura de una
colorida mariposa emperador, que describía su danza a través de curvas que
ningún geómetra podría tal vez calcular y trazar sobre el papel. Un John Nash
se aventuraría a intentarlo. De la misma manera, quería creer que podría ser
posible, albergar palabras de inmensa grandeza, sobre éste fenómeno de la
naturaleza, que no terminaba de revelarse ante mis ojos cristalinos.
El lugar de mi recreo espiritual, distaba
mucho de la casa estilo suizo, serpenteada de senderos de polvo de ladrillo;
pero como yo era joven no me cansaban las caminatas. Fue así que en una de
ellas pude divisar a un jóven bebiendo de la fuente plateada. Estaba vestido de
azul, sus ojos que me llamaron la atención, eran de un azul oscuro, (yo estaba
acostumbrada de ver hombres de ojos celestes a lo sumo), cabellos rubios de oro
que le caían como cascadas de agua pura. No quise acercarme. Sólo lo observaba.
Él pareció notar que era observado a su vez, pero no se conturbó. Siguió
bebiendo.
Los días que se sucedieron lo volví a ver.
Venía del norte y se detenía a beber de la fuente. Siempre llevaba una manzana
deliciosa entre sus manos blancas y grandes, y la comía despacio, saboreándola.
Ya sabía yo que mis recreos solitarios ahora estaban alterados por la presencia
de ese muchacho. Retomé la escritura de mi diario, donde describía
detalladamante cómo era mi Príncipe Azul. Creo que exageraba con las
ponderaciones. Ese mes de octubre que nunca olvidaré fue extraordinariamente frío.
Tuve que abrigarme con una chalina azul, que casualmente había tejido para mi
abuela, quien había fallecido sin que pudirea dársela. Al ver al jóven sentía
una gran agitación en el pecho. Confieso que estaba sintiendo algo por él, que
no sabía describir.
En noviembre ya no se presentó más.
Simplemente no venía. Yo me hubicaba en el mirador de siempre y: nada. Estuve
así por muchos días, sin saber nada, sin siquiera haber tenido la valentía de
ir a cono cerlo. Dejé pasar la oportunidad ingenuamente. Quizás porque temiera
que él me rechasase. O peor aún, ante el hecho incierto que me estrechara entre
sus brazos, y me besara con los besos de su boca, y que con los besos de su
boca dejase en mi boca su hálito a manzanas. “Reanimadme con manzanas, estoy enferma
de amor” . En mi diario, la Nochebuena más triste de mi vida, redacté: “te amo
muchacho azul, de quien ni siquiera sé tu nombre”.