viernes, 14 de noviembre de 2008

Diamante Corazón


Mi pequeño amigo

“Velen aquí
y sobre su tumba
esparzan rosas,
suaves y dulces
como su corazón”

(Henri Purcell, Dido
y Eneas, coro)

Alpha

Había una vez un bello y joven muchachito. Era bello porque era joven y era joven porque era bello. La belleza es algo que se irradia en un rostro de corazón y alma poco visitada por el paso del tiempo. Pero, fundamentalmente, la belleza descuella en un corazón puro.
Él tenía el corazón como el del “diamante corazón” de Luis XIV; “El rey sol”, que desplegó el arte Rococó en la aristocrática Francia del siglo XVIII, el siglo de la Ilustración Europea. Y, no se sabe cómo, lo lució la protagonista del film Titanic, poco antes de hundirse en las profundidades del Océano Atlántico, mientras posaba vistiendo solamente esa joya. Más de cincuenta años después, el diamante en cuestión fue recuperado por su dueña y arrojado por la borda del barco, dándole al oleaje del mar el privilegio de ser el último y único dueño.
Los ojos de mi pequeño amiguito eran del profundo azul tallado de esa joya admirable. Y esos ojos permitían hundirse en una profundidad de una espiritualidad ecléctica. Pensaba miles de historias, y cuentos, y los Haikou, la tradicional poesía japonesa de tres versos, con cinco, siete y cinco sílabas, respectivamente. Pero no atinaba a tomar lápiz y papel para redactarlos, y la poesía, y la magia de la literatura contemporánea se esfumaba en su imaginería abundante, como el humo de los innumerables cigarrillos que fumaba. Bueno: ¡algún defecto tenía que tener este muchachito!


Beta

Todas las mañanas abría la querida Parroquia de San Isidro Labrador, una iglesia neocolonial de los tonos blanco y ocre de rigor arquitectónico, con hermosos vitrales austríacos del Establecimiento Tirolés, techo con bóveda de medio cañón y arcos de medio punto con columnas rematadas de hojas de acanto.
A las siete y media preparaba lo necesario para la misa matutina. Y, por la tarde, decía jocosamente que “tenía un dosaje de Jesucristo en sangre”, cosa que hacía reír al Cardenal Rosenkreutz, puertas adentro de su despacho.



Gama


Una mañana de invierno gris, martes 8 no te cases ni te embarques (¿o era martes 13?)…digo, estaba expuesto el Santísimo en la custodia de bronce pulido, que es un pie con un soporte en forma de rayos concéntricos, símbolo de la irradiación de lo Divino, y en el centro se coloca una hostia consagrada.
Algunos fieles miraban de rodillas la blanca forma entre rezos, con esa necesidad de querer ver algo de Dios. El himno “Adorote Devote” canta: “La Cruz escondía tu humanidad y la Eucaristía tu divinidad”. La unión hipostática del cuerpo y alma de Dios, se hallan presentes en las especies de pan y de vino. Y vino lo peor. Vino un hombre vestido de negro, con guantes negros, lentes negros y portaba un maletín negro; en una palabra: todo negro salvo la piel.
Se acercó sin temor a la Custodia abrió la mirilla, y sacó la forma y la colocó dentro de su maletín. Descartó el valor de los ornamentos litúrgicos y se llevó aquello que no se debe. Se podría pensar que no sabía lo que hacía aunque pareciera que por su rápido actuar era muy preciso en sus actos. ¿Por qué digo que “no sabía lo que hacía”? Porque ya lo dijo Jesús en la Cruz, “Padre perdónalos…” El Señor sabe que pide perdón por los pecados del futuro incierto.
El P. Mauricio lo vio desde el confesionario. Y corrió con la intención de interceptar al sacrílego ladrón. Pero Edward (perdón por demorar el nombre del protagonista de esta historia ) corrió antes que él, al igual que Juan se adelantó a Pedro; y le arrebató el portafolio. El malvado tenía una pistola 9mm. con silenciador, y le apuntó a la cara al P. Mauricio, con la mano izquierda enguantada, pues vio que el sacerdote vestía de clergman.
Pasaron segundos eternos. Hubo gritos de pánico y un ruido sordo…


Delta

Cuando se disipó la confusión, el P. Mauricio estaba sobre el cuerpo de Edward tendido. Había un charco de sangre que corría a raudales por el suelo. El Padre le impartió la Absolución Sacramental y, sin perder tiempo, sacó del maletín la hostia y le colocó un trocito bajo la lengua, como hacen los médicos con sus pacientes ante una emergencia. Ésta sí que la era. La de salvar un alma heroica. Con la forma, se la puso en un recipiente con agua, y a los tres días se la enterró en una parte del jardín; todo ha de retornar a la madre tierra.






Edward estuvo en terapia intensiva del hospital y un sábado a la madrugada murió. El domingo, el Card. Rosenkreutz celebró una misa de Réquiem de cuerpo presente a la que asistió toda la comunidad parroquial. El P. Mauricio predicó una homilía muy emotiva, dando gracias al Señor por haberse evitado una profanación en pleno templo, y por tener por muy seguro que el alma de Edward “viaja con los Ángeles hasta el altar de Dios, al igual que el incienso sube en representación de las oraciones de los Santos”.

El Card. Rosenkreutz amaba mucho al hijo de su alma. A los pocos meses murió de pena. La pena impuesta al asesino fue de cadena perpetua. El Arzobispo lo visitó en la cárcel y le ofreció confesarse, advirtiéndole que el arrepentimiento no restablecería la pérdida de las personas, pero la misericordia de Dios no puede negársele a nadie; ya que Dios “hace salir su sol sobre malos y buenos” como lo enseñó Jesús.

El Padre Mauricio fue ordenado Obispo y se comprometió a cuidar de la feligresía “con el celo pastoral que pregonaba San Pablo en sus cartas Evangélicas”.

Querido lector: hubiera preferido ofrecerte un relato más hermoso y dulce, pero la vida no es de color de rosa. Tan solamente es rosa el árbol del pecado de Adán, una ilustración sobre cartulina turquesa, que le había adquirido Edward a su amigo, el artista plástico Uriel von Kleist; en una tarde perdida en el tiempo pero encontrada en la memoria de la historia; que rescata los valores para proponerlos como modelos.

FIN


Ariel Lustiger

sábado, 8 de noviembre de 2008

Flores